lunes, 22 de febrero de 2016

Ella y sus dos ojos. La vida, la muerte.




Flotar por mares inciertos le provocaba el desliz de sus dominios. Era piedra encima de una ladera dónde caer silenciosamente desde lo más alto hacia el vacío. Ella era el ruido. Ella era el silencio. Ambos la desgarraban a sentir sus extremos pretenciosos, lascivos, dolorosos y perturbados. Aun así ella amaba su coraje. Amaba sus ojos lagrimosos transformados. Tenía un ojo roto y otro de fuerza. Ella subía y bajaba como un relámpago en noches secas. Ella observaba al mundo con odio y con todo el amor de su corazón. Porque los dos siempre fueron juntos. Siempre quiso amar aquello que no se podía salvar. Aquello que dolía y penetraba en las latitudes de las almohadas, de los coches, de las calles tapiadas. Ella vivió congelada por una estación eterna de la nada, dónde a veces saltaba al vacío para encontrar el infinito que veía en sus dos ojos. Ellos la salvaron de tantos pensamientos suicidados, de tanta infinidad trastocada. Porque ya no sabía qué eran sus pies, sólo observaba unas manos que dibujaban una línea dónde le respondía cuando moriría. La muerte. Silencioso placer que nacía de su vientre. Que la arañaba y la abrazaba. Obsesionada desde pequeña por travesar sus venas tan imperceptibles e intensas. Esas que la obligaban a vivir. Gran fuerza la de sus manos aunque su corazón estuviera cansado. 24 años se repetía. Y ya estoy tan cansada de la vida. Pero un foco a veces tocaba su rostro y ella sonreía. 
Ella siempre vio a la muerte con su ojo derecho y el izquierdo la empujaba a correr detrás del viento.


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